Porque que el lenguaje práctico sea mutable en medida de su uso espontáneo. Porque las palabras sean signos, de características versátiles en relación a lo que representan. Porque el constructo lingüístico sea tan basto, la lengua tan agobiantemente inmensa, que resulta viable buscar una palabra apropiada para cada ocasión, tal vez para mayor precisión en la expresión del discurso personal, pero tan contraproducente este acto, pues el plano metafísico, lo que está más allá del propio lenguaje, permite la interpretación subjetiva, ya sea por las facultades perceptuales del receptor o por las carencias retóricas del emisor; en fin, siempre faltará una pieza en el lenguaje que impedirá que sus signos no sean holónimos (de significado totalitario, directamente representativo del concepto arquetípico).
Tan corrosiva se ha vuelto la retórica para nuestros circuitos comunicativos, que se ha perdido el acuerdo útil para con las significaciones. Ahora volvemos a nuestros comportamientos primitivos, apropiándonos de las palabras, como si de territorio se tratasen, en lugar de arrojarlas con la generosidad de querer dar a entender [-me, -se, -nos] y en lugar de ello, alimentamos nuestros egos, que son de función fútil si son para recibir y no dar, pues el alma es lo que se entiende de nosotros, seres compuestos. No somos sólo ánima, existen facultades más allá de la expresión inteligible, lo que hay detrás, lo que hay encima y hay debajo. Esta profundidad está perdida por el velo del exterior, las múltiples y muy detalladamente confeccionadas máscaras que pierden sentido jugando al juego de la retórica.
Tengo esperanza en que esta última cambie para ser de utilidad a cuerpos más grandes que uno mismo, que por fin se comience a ver más allá del alma y volvamos al holos, que está sobre la cabeza, punto de convergencia de las ideas y no de personas, porque allí creo que está la certeza.
Estas ideas no son mías, pero las palabras sí. No vale la pena el lamento a fin de cuentas.
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